Ruedo por largas carreteras rectas como horizontes, mientras veo subir y bajar el sol un una extraña danza hipnótica que me hace ver el mundo derretirse a mi alrededor, todo cae como si fuera liquido, el suelo ahora no es mas que un mar de todo lo habido que forma un enorme nada de cientos de colores, olores y texturas.

El tiempo ya no existe, los minutos dejaron de contarse y la palabra segundo ahora solo describe al que sigue inmediatamente en orden al o a lo primero.
En ese lugar que nada existe me detengo rodeado de luz, todo va tomando forma de nuevo para emerger un espacio marciano, lleno de colinas del color de la sangre y suelos negros como la noche, sobre todo esto una gran bestia azul que lo cubre todo vigila lo que se atreve a moverse a sus pies.

Me giro buscando a mi yo de hace unos días para preguntarle que diablos ha pasado, pero me encuentro con un gran cañón que me apunta directamente a la cabeza.
Me dejo caer de rodillas suplicando por mi infructuosa vida, ríos de diminutas personitas verdes recorren mi rostro en busca del suelo, la primera va guiando la segunda, la segunda a la tercera y así sucesivamente hasta llegar a un numero que no se pronunciar.

Aparece un diminuto gigante de no mas de veinte metros vestido con su armadura de gala, abre los brazos en cruz y me perdona, entre dolorosas carcajadas masculla que ya he tenido suficiente calvario con ser un numero durante toda mi existencia.
Alberto Bayón-Cerezo.
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